lunes, 22 de septiembre de 2014

EL ULTIMO SOBREVIVIENTE DEL TITATIC... TIENES QUE CONOCERLO!



Tras más de cien años, hoy valgo un millón de euros. No me enorgullece valer tal cantidad de dinero, es más, ojalá pudiera borrar de mi memoria los fatales sucesos que me condujeron a tener tan alto valor.
Hace tiempo que mis cuerdas ya no suenan, mis vetas han visto las más despiadadas guerras y he pasado de mano en mano viendo morir a más de un dueño. Hace unos años me encontraron en un desván, y me sometieron a una gran cantidad de pruebas para comprobar mi autenticidad. Ojalá hubiesen declarado que era falso. Que sólo tenía diez años. Que jamás toqué el agua del mar. Que no soné mientras morían miles de personas. Ojalá. De esa forma, todo habría sido una terrible pesadilla.
Pero tengo más de un siglo. Recuerdo haber estado expuesto en una tienda, quién sabe dónde, hace ya muchos años de eso, y yo era joven. Mi color aún era vivo y mis cuerdas estaban tensas, hoy me parece un recuerdo tan lejano…


Me compró una bella mujer, Marie Robinson creo que era su nombre, y me convirtió en su regalo de compromiso para alguien a quien yo todavía no conocía, pero que se convertiría en mi más fiel amigo. La señorita Robinson mandó que me marcaran con una placa que rezaba “Para Wally, por nuestro compromiso”.
Wally, a quien, pese a llevar tatuado su diminutivo en mi cuerpo, yo siempre llamé Wallace, me acogió en sus brazos con cariño y devoción. Aún hoy recuerdo las largas noches en que me tocaba y me hacía vibrar, cómo disfrutábamos el uno con la compañía del otro. Aún hoy, valiendo un millón de euros, sigo recordando el tacto de su mentón en mí.
Pero han pasado más de cien años y él ya no está. Recuerdo haber embarcado, junto a él, en el mayor buque del mundo, con el objetivo de alcanzar Nueva York, en 1912. Jamás llegué a conocer tan maravillosa ciudad. Wallace tampoco lo logró.
Me gustaría poder decir que fue un gran viaje, pero no puedo. Cierto es que el barco contaba con gran cantidad de lujos y prestaciones. Cierto es que ofrecimos la mejor música de orquesta que podía imaginarse. Cierto es que personas de muy alto nivel nos alabaron por ello. Pero, a estas alturas, está de más decir que fue un gran viaje.


Quizá lo fue para la historia, para el cine, para la memoria de los que no estuvieron allí, pero no lo fue para mí. Si aquél trágico 14 de Abril no hubiese estado en el calendario, podría haberlo sido, pero estuvo, y condenó al viaje.
Recuerdo el estruendo, la zozobra, y el temor en los ojos y las voces de la gente, mientras Wallace seguía calmándome, tocándome y haciéndome sonar. El gran salón se inundó de melodías mezcladas con un escándalo pavoroso y, pese a todo, el pulso de Wallace se mantuvo firme, haciendo que desde mi interior fluyeran notas tranquilizadoras.
Más tarde ocurriría lo mismo en la cubierta, donde mi sonido se perdería en la inmensidad de aquél paraje helado. Sin embargo, agradezco a Wallace que no me dejara solo y se comportara como un caballero tanto conmigo como con el resto de los presentes en la tragedia. Las notas de “Nearer, My God, to Thee” siguieron surgiendo de mí, alentadas por el suave toque de mi dueño, mientras poco a poco iba sintiendo el frío y la humedad más cerca.
Y luego el agua. Tras cien años, sigo despertando por las noches recordando un agua helada que me marcó con cicatrices de por vida y que se llevó al mejor amigo que jamás he conocido. Aquél que me quiso por lo que era capaz de dar, y no por lo que podría recibir de mí. Aquél que, en su muerte, me mantuvo a su lado y, aunque preferiría haber muerto con él, permitió que sobreviviera.


Largo tiempo ha pasado desde entonces. Más de cien años, por si no lo dije ya. He vivido oculto en desvanes y trasteros junto a otros muebles que, tal vez, también tengan historias que contar. Y allí preferiría seguir. Mi historia es demasiado trágica como para recordarla cada día. Oculto en los desvanes podía olvidar, por momentos, los dolorosos sucesos que ocurrieron.
Pero no es así. No puedo descansar en paz junto a mi amigo, aquél al que vi morir. Ni tan siquiera me dejan descansar en los trasteros, sino que me exponen en vitrinas para que todo aquél curioso pueda verme, leer mi inscripción, y decir: “Qué tragedia”, recordándome, día tras día, lo que trato de olvidar.
Hoy valgo cerca de un millón de euros, tengo más cien años, y soy el último superviviente del Titanic.

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